martes, 5 de junio de 2012

Ayer, a la hora de la comida, llamaron a la puerta. Era una mujer de unos 35-40 años pidiendo dinero, o algo de comer. Aspecto normal, educada, de hecho estaba incluso avergonzada. Hasta ahí, por desgracia, una escena cada vez más corriente. Lo que me choco, es más, lo que me encogió el alma fue la forma en que se despidió. Me dijo: "gracias por abrirme la puerta" Así, tal cual. Y como debió verme la cara, concluyó: "cada vez hay menos gente que lo hace".
Hoy, hace apenas un ratito, en los contenedores de basura de mi calle, un señor de unos 50 años, aseado, con ropa decente, estaba sacando las bolsas, abriéndolas, y rebuscando entre ellas, intentando no perder la dignidad, si es que, llegados a según que extremos, la misma le importaba algo. En mercadona hay grupos de personas que esperan al cierre para ver que tiran ese día y llevárselo... noche tras noche.
Así que, lo siento, pero me vais a permitir que vomite una pequeña cantidad de la mierda que nos están haciendo tragar. Y diga: que, de verdad, ya es hora de reaccionar. No manifestándonos; no haciendo foros, agrupaciones y llegando a consensos con las administraciones y los políticos, PORQUE ese es su juego, y llevan riéndose en nuestras caras años. Toca dar escarmientos, abrir los ojos y luchar por lo que es nuestro, es decir, nuestro país, este mundo... nuestro futuro. Y si para eso tiene que empezar a correr la sangre, quizá ya esté llegando la hora. De quitarles el poder. De demostrarles que nada es más importante, nada está por encima del ser humano. Y a todos vosotros, IMBÉCILES aborregados, sin criterio propio ni capacidad de veros siquiera el culo, que perteneceis a partidos, sindicatos y demás basura, y los votais, los defendeis a sangre y fuego, agarrados a vuestra cerrazón e incultura, a todos vosotros, digo, os aviso. Queda bastante menos de lo que, si quiera sois capaces de imaginar, para que todo esto reviente. Para que ese padre de familia que rebusca en la basura, esa mujer con carrera que va de puerta en puerta, y esos miles de jovenes que no ven porvenir alguno exploten, se den cuenta de que ya no tienen mucho que perder, y empiecen a entender porqué sus tatarabuelos terminaban degollando a las autoridades por las esquinas cuando no quedaba otra. Porque tendremos móviles, internet y videoconsolas... pero desde hace 500 años, en realidad nada ha cambiado.

lunes, 30 de abril de 2012

CERTEZAS Y UN RECUERDO LIBERADO




Está sentado en el jardín, con un libro entre las manos. De vez en cuando, vigilante, levanta la cabeza para observar a su perro, que anda por allí, olisqueando entre las plantas. No muy lejos, porque los años pesan sobre él cada día un poquito más y sus fuerzas van mermando con la cruel seguridad de lo inevitable. De una forma que al chico le encoge el corazón.
Hoy, sin embargo, no piensa demasiado en ello. No de manera consciente, al menos. Hay una sonrisa sutil, apenas esbozada, dibujada en su rostro; de esas que afloran cuando la vida decide, de improviso, mirar hacia otro lado durante algunas horas extrañas y lúcidas, y uno descubre ciertas verdades que siempre estuvieron ahí, esperando a ser recuperadas.

El perro ha vuelto, renqueando, para tumbarse junto a él. Dolorido, cansado, pero también satisfecho. Esos ratos de libertad en el jardín son un canto a la vida; una llamada salvaje, inapelable, a su propia naturaleza.
Sintiendo el familiar cosquilleo de orgullo que siempre acompaña tales momentos, el chico observa. Ve cómo su compañero levanta la vieja testuz, jadeando, con la sonrosada lengua colgante subiendo y bajando al ritmo de la acelerada respiración. Su hocico no para de olisquear al viento mientras las orejas, erguidas, reaccionan ante voces cercanas y sonidos. Estímulos —aquí siempre los hay— que ayudan a mantener la atención despierta, a pesar de la edad.
Se han cruzado sus miradas. Limpia, clara como sólo la de estos animales puede serlo, la del perro; evocadora, pensativa y con una pizca de sabiduría, la de él. Esa sutil sonrisa apenas insinuada segundos antes, se ha vuelto ahora un poquito más evidente. Porque hoy, más allá de condicionamientos, de los velos ficticios impuestos por la rutina, es uno de esos raros días en los que uno entiende el Gran Chiste de la existencia.

Sabe que la sensación —y lo sabe gracias al estado peculiar en que se encuentra— pasará efímera, fugaz; diluyéndose en la memoria casi antes de haber surgido. Pero las certezas… las certidumbres adquiridas espera poder guardarlas, aprehenderlas en su cabeza con la voluntad del naufrago que se aferra a un madero arrastrado a la deriva. Y es que son certezas de las que conforman el sentido de una vida.

Certezas.

Observando al perro, dejándose perder confiado en sus ojos, comprende la primera; cálida e incuestionable. Ahí, en dicho instante, entiende que nadie volverá, jamás, a mirarlo como lo hacen esos iris oscuros, leales, desde hace trece años. Buscará esa misma mirada, con el tiempo, en otros lugares, en otros seres; pero no la encontrará. Tampoco importa, se dice. Es la prueba insustituible de un vínculo único forjado con quien ya es y será siempre su mejor amigo. Y la llevará consigo, pase lo que pase, hasta el final de los días.
Amigo. Que palabra, piensa. La más importante de todas cuantas se han pronunciado desde que el Hombre, acurrucado junto al fuego en la seguridad de su refugio, fuese este cual fuera, sintió la necesidad atávica de compartir y de narrar.
Lo que le lleva a la segunda de las certezas.
La que habla precisamente de eso, de amistad, de lazos más fuertes que el tiempo o la propia muerte; del pasado y del futuro. Libres, sus recuerdos emprenden vuelo hacia una ciudad no muy lejana, situada también a orillas del viejo mar. Por ella corretean aún, inocentes, las sombras de un niño que se fue pero no quiso olvidar nunca. Porque allí, en sus calles, vivió junto a otros la increíble aventura de crecer. De aprender y equivocarse, de conocer a los primeros amores y de conocerse, también, a sí mismo.
Ahora, la memoria salta de nuevo, muchos años después, a un lugar lejano —no importa el nombre, no importan las razones— donde a golpe de calor y miedo, de ver cada día los rincones más oscuros del alma enfrentándose al sufrimiento y al dolor, nacieron otros vínculos, forjados estos con sangre, de esos que quedan sellados para siempre en virtud de una experiencia compartida que luego, en beneficio de la cordura, te obligas a enterrar muy adentro.
Y entonces, la sutil sonrisa empieza a difuminarse, desdibujada por imágenes largo tiempo olvidadas, bloqueadas a conciencia durante años. Casas en ruinas y calles desiertas, y el ruido de tus pasos sobre cristales rotos. Un anciano de mirada vacía sentado junto a los restos de un coche calcinado. Un padre destrozado, sin fuerzas para sostenerse, sumido en un llanto desgarrador. El abrazo implorante de una madre aterrada que no quiere dejar de aferrarse a la esperanza.
Y la que llegó a cambiarlo todo.
La de aquel perro desahuciado cubierto de heridas, apagándose en silencio en un callejón oscuro. Sin llorar, sin emitir ningún gemido, tumbado entre escombros enormes que le impiden moverse, salir de allí en busca de un rincón protegido donde poder morir con dignidad. Y luego el paso de las horas, mientras en el grupo todos arriman el hombro, sin entender muy bien “por qué”; la razón absurda que los impulsa a estar allí, una noche entera, a pesar del peligro, para ayudar a un animal desconocido, mientras a su alrededor la vida humana se descompone, minuto a minuto, desprovista ya de cualquier atisbo de cordura.
Las certezas crecen, se afianzan con la demoledora sabiduría de quien se atreve a sumergirse en las aguas profundas de su propia memoria olvidada. Pero surgen, también, muchas preguntas a las que el chico sabe que nunca dará respuesta ¿Cómo conciliar pasado, presente y futuro? ¿Cómo unir, sin perderse para siempre en el camino, dos mundos antagónicos?
O cómo decirles a quienes te rodean, a las personas que te importan, que ya no puedes mirar con los mismos ojos. Ni juzgar las cosas igual que ellos. Cómo explicarle a alguien que te quiere que has pasado años siendo una sombra de tu propia verdad. Cómo contarle que lo que ha visto de ti, en realidad no eras tú. Y entonces, piensas también en las decisiones tomadas, en habitaciones de hospital frías y solitarias por donde se han ido quedando pedacitos de alma a los que renunciaste cuando decidiste abrazar la mentira y el silencio para proteger a aquellos que te son más caros en el corazón… del dolor, y a pesar de ellos, de ti mismo.

El chico vuelve a mirar de nuevo a su fiel compañero. El perro duerme ahora tranquilo, tumbado sobre la mullida alfombra de césped que tan bien conoce. Sabe que pronto será la tercera de sus estrellas, allá en el cielo. Y sabe también que, cuando ocurra, llorará, dejando brotar, libres al fin, lágrimas contenidas, guardadas en lo más hondo con el nombre escrito en la eternidad de dos pérdidas demasiado cercanas en el tiempo. Llorará, sí. Y terminará de completar otro círculo de la espiral en que nos atrapa esa perra y resabiada puta que es la vida.
Por un momento el perro abre los ojos. Lo busca con la mirada. Y suspira satisfecho al ver al chico allí, a su lado, esperando paciente a que sus viejos huesos cansados reúnan de nuevo la fuerza suficiente para levantarse y volver a casa. Un diminuto jilguero acaba de posarse en el césped a poca distancia de los dos, dando pequeños saltitos de acá para allá, quizá un pariente lejano de aquel otro que dio inicio a su peculiar aventura literaria, hace tantos años. Entonces, al verlo, el muchacho de repente suelta una carcajada suave, espontánea, y recupera la sonrisa momentáneamente perdida. La vida es lo que es, se dice; y cada uno hace lo que puede para capear los temporales, las tempestades de esa peculiar singladura que siempre termina haciéndonos a todos fondear con más o menos bagaje acumulado en el mismo puerto.
Y de eso se trata, claro; de eso depende que al abandonar el barco en el último astillero lo hagamos con el equipaje ligero, libre de cargas inútiles y ataduras amargas. Y que podamos emprender ese otro Viaje sabiendo que nos vamos habiendo cumplido, al menos, nuestra parte del trato. De a quienes permitimos acompañarnos a lo largo del trayecto; de lo que dejamos atrás, y lo que decidimos llevar con nosotros hasta el final. Hacia esos Puertos Grises que a todos nos aguardan allende la última aventura.
Así que, qué demonios, piensa, acariciando el lomo de su amigo. Hice muchas cosas mal, y algunas bien. Me equivoqué a menudo al decidir. He elegido sendas discutibles y flirteado con la oscuridad. Pero y quién no. Y quién no. Porque lo importante, lo sabio es aprender a moverse entre las sombras; las de uno mismo, y las de los demás. Y así es la vida.
Así soy yo.


jueves, 26 de abril de 2012

martes, 17 de abril de 2012

Chesterton escribió: "Los cuentos de hadas son bien ciertos. Pero no porque nos digan que los dragones existen. Sino porque nos dicen que podemos vencerlos".

lunes, 9 de abril de 2012


UNA ESTRELLITA MÁS EN EL CIELO

Se fue. La peque se marchó. Allá lejos, a donde todavía no puedo seguirla. Cerró los ojos, dicen, escuchando un cuento. Uno de los muchos que grabé para ella a lo largo de los últimos meses.
Y aquí estoy ahora, sentado en un rinconcito de la cama diciéndole adiós a mi manera, mientras la madrugada va desgranando segundos en su particular reloj de sombras y silencios. Debería sentir tristeza, supongo; una pena desoladora… o quizás rabia. Ante el hecho incontestable, demoledor, de que la vida, con mayúsculas, no entiende de Justicia, de lo que nos parece o no correcto a nosotros, los mortales e insignificantes humanos. Sin embargo no es así. Sólo siento paz, y una lucidez reconfortante envuelta en varias capas de serenidad y algunas certezas.
Sé que voy a echarla mucho de menos. Su compañía, sus infinitas preguntas; las tardes leyendo juntos, o esa forma única, limpia, que tenía de desnudarme el alma con su mirada. Sé que con el paso de los días voy a añorarla cada vez más. Pero también sé que será un sentimiento íntimo, tranquilo, que me acompañará durante largo tiempo. Porque, por muy lejos que se haya ido, la maldita, ganándome la partida en un juego personal que sólo ella y yo entendíamos, a partir de ahora siempre estará conmigo.

Y cómo no, me digo, observando la suave curva de ese hombro desnudo que sube y baja acompasado, al ritmo de una plácida respiración, junto a mi cadera. Cómo no va a formar ya parte de mí la esencia de una criatura que durante cuatro meses inolvidables me ha enseñado más sobre la vida, y sobre mí mismo, que toda la sabiduría adquirida a lo largo de estos treinta y cinco años.
M. se mueve ligeramente, destapándose un poco, y yo, muy despacito vuelvo a arroparla, acariciando su cabello. Ella sonríe quedamente, sumida en ese duermevela apacible hecho de cercanía e instantes compartidos, casi eternos. Y entonces, al ver esa sonrisa, algo se me remueve muy adentro. Porque me pregunto cuantas cosas puede expresar un gesto tan simple, en apariencia. Algo tan efímero como una sonrisa esbozada en sueños. Esta de ahora, acompañada de una mano que busca, a tientas, el contacto de mi piel, me susurra que soy un hombre muy afortunado. Su dulzura, dibujada a contraluz en la comisura de unos labios hechos de calidez líquida, me habla de compresión, de verdades entendidas y silencios aceptados, con la naturalidad de quien ha visto desnudarse mi alma y, en lugar de jugar con ella, o de huir asustada, la ha abrazado. Me habla de compañía sin condiciones, sin miradas al reloj, en esas noches en blanco en que los fantasmas vuelven a nosotros para recordarnos que estar vivo significa, además de un regalo, hacernos responsables de cada uno de nuestros actos.

Miro ese hueco que ya no está, donde antaño hubo otras sonrisas que se fueron, dejando tras de sí —quizá porque no era su lugar— el eco frío de palabras vacías, y un rastro tenue de soledad, y al hacerlo recuerdo el primer día en que la vi, sentada sola, leyendo un cuento en su silla, mientras el resto de los niños alborotaban, jugando alrededor. Y todo lo que vino después, en tardes donde poco a poco nos fuimos conociendo, desvelando esperanzas, miedos, secretos e ilusiones, entre cuentos leídos a medias, y partidas de ajedrez que ella siempre ganaba.
Recuerdo la sensación de tenerla dormida entre mis brazos; su vitalidad, su alegría contagiosa. La luz que emanaba de cada uno de sus actos, por cotidiano que este fuera. Y vuelvo entonces a mirar esa sonrisa llena de promesas que descansa junto a mí, y me digo de nuevo que soy un hombre inmensamente afortunado . Por estar aquí, ahora, viviendo este preciso instante, al lado de una mujer increíble empeñada en devolverme, multiplicado por mil, cuanto yo hice por ella en el pasado. Por ser consciente de que hay momentos peculiares en la vida donde al fin todo confluye para empujarte hacia arriba, para decirte que ha llegado la hora de dejar de esconderse y subir a lo más alto.

Y, sin embargo…

Despacio, cuidando de no perturbar su sueño, me deslizo sobre la cama, en el hueco dejado entre M. y la pared, hasta llegar a la ventana. Y allí me quedo, de pie, asomado hacia la templada noche que tantas veces contemplamos juntos Elena y yo, dejando volar la imaginación. Le encantaba mirar el cielo nocturno, como a mí; y soñar con todas las maravillas que habría más allá.
Ahora, pienso elevando la vista hacia el firmamento cuajado de luceros, hay una nueva estrella ahí arriba, presta para guiar a los caminantes perdidos en la oscuridad. Y aunque mucha otra gente no sepa hacia donde ha de mirar, sé que yo escudriñaré los cielos por la noche cuando el tiempo y la vida me hagan olvidar lo que me has enseñado. Y entonces, al ver su brillo, volveré a recordar…
—¿Elena? —pregunta, suave, una voz a mi espalda. Siento el roce tibio de unas manos que buscan, protectoras, reconfortarme en silencio; y la calidez de un cuerpo sabio que me abraza, ofreciéndome el consuelo de la comprensión que no necesita explicaciones. Permanecemos un rato así, abrazados en la oscuridad de pie frente a la ventana, contando entre los dos luces en el cielo estrellado, como hicimos con ella la última vez que fuimos a visitarla.
—Ven —me susurra al cabo. Y con ternura no exenta de firmeza, me empuja de vuelta hacia el refugio seguro que ella ha creado para mí, desde hace un tiempo, entre las sábanas. Esas mismas sábanas que antes repudiaba. Pero yo me resisto un poco, volviendo la cabeza hacia la noche, reacio a abandonar la ventana. Este momento último de comunión con una amiga que se marcha. Como si hacerlo, irme ahora, fuese traicionar en cierta forma nuestra amistad. No quiero dejarla sola en esta última Gran Aventura que yo habría emprendido, sin dudarlo ni un instante, en su lugar.
—Vamos, ven —insiste con dulzura M. —Déjala ir, volar hacia ese sitio a donde viajan los seres especiales como ella. Y nosotros… nosotros escribamos la más alucinante de las historias, para contársela entre los dos cuando volvamos a juntarnos.
Algo durante mucho tiempo dormido salta dentro de mí al escuchar esas palabras. Y entonces sí, rompo a llorar. Ya no ofrezco más resistencia ¿Cómo podría? ¿Cómo puedo ignorar la llamada de una mujer que es capaz de leer mi alma con solo una mirada?

Y mientras me dejo conducir de vuelta a la cama, una voz familiar que solo yo escucho ríe complacida y alegre: <<No seas tonto y mira bien lo que tienes delante. Porque en tu vida ya no hay brillando una, sino dos nuevas estrellas>>.
Sonrío a la oscuridad. La noche avanza despacio, arropando a los durmientes en su seno. Y yo, por primera vez después de mucho tiempo, cierro los ojos tranquilo, en paz.

(Esto de abajo es lo que escribí el día que conocí a Elena. Creo que hoy es un buen día para volver a recordarlo).

Nervios. Ahí están, como siempre; aunque esta vez no se trate de hablar delante de doscientas personas. Acabo de dejar atrás el frío de la calle y me estoy adentrando en una sucesión de pasillos y ascensores que, tras varias tentativas fallidas, terminará llevándome, espero, hasta la sección indicada, entre las plantas tercera y cuarta.
Nervios, como digo. No por tener que hablar, sino ante quienes debo hacerlo. El público de hoy es especial; quizás el más especial al que vaya a dirigirme nunca. Y saberlo me preocupa, porque no estoy seguro de cómo voy a reaccionar. No sé que espero encontrar en sus miradas.

Por fin, llego a una puerta. Al otro lado veo a mis dos amigas, Bárbara y a Lucía, atareadas en medio de una explosión de colores. Serpentinas, globos, cartulinas recortadas con mil formas diferentes llenan la sala de juegos, contrastando de manera singular con la sobriedad aséptica del resto del edificio. Como un baño de luz en medio de la oscuridad. Su efecto, el choque sensorial inesperado, tiene la virtud de relajarme, actuando a modo de bálsamo para mis alterados sentidos. Bien, allá vamos. Respiro una, dos, tres veces, y traspaso la puerta, sumergiéndome en el acto en un mar de risas, música y gritos. Bárbara, que me ha visto, enseguida viene a mi encuentro. Y mientras lo hace, yo miro a mi alrededor, fijándome en varios detalles: el pequeño escenario de guiñoles, allá al fondo, que aparece rodeado de un semicírculo de sillas. Las paredes, llenas de dibujos de todos los colores y tamaños. La ausencia casi absoluta, feroz —salvo por alguna máquina— de cualquier atisbo capaz de recordar donde nos encontramos.
Y ella.

Está sentada, sola, concentrada en la lectura de un cuento. Separada por propia voluntad del resto, que alborota, a ratos más, a ratos menos, por toda la sala. Ni siquiera sé si es consciente, pero con su postura, con su determinación concentrada crea una especie de barrera psicológica a su alrededor que hace a los demás no invadir ese espacio en varios metros a la redonda. Observo el efecto un par de veces con curiosidad. La marea de pequeñuelos, sea lo que sea a lo que estén jugando en esos momentos, se mueve hacia allí en dos ocasiones, siguiendo las indescifrables pautas de cualquier movimiento browniano. Y en las dos, sin mediar palabra, siquiera un gesto —la niña no parece darse cuenta, absorta en su lectura— la “marabunta” frena y cambia de dirección antes de alcanzarla.
Bárbara, que ya me estaba poniendo al corriente de todo, se fija en la dirección de mi mirada. Elena, me dice. Tiene nueve años y lleva aquí cerca de dos. La interrogo con los ojos. Pero ella sólo hace un gesto resignado con los hombros, y antes de que pueda averiguar más, me lleva del brazo hasta el corazón de la actividad que nos rodea; y por la que estamos aquí. Conozco entonces a Eli, Nuria, Manu, Dani, Tico y los demás. Y a algunos de sus padres, que también están allí.
—Jesús —me presenta Lucía de manera formal —es el chico que os va a contar una historia antes de las marionetas.
—Un cuento —apostilla Bárbara.
Un cuento.
En el relativo silencio conseguido por mis dos amigas al hablar, esas palabras llegan con claridad hasta Elena, que al escucharlas levanta por primera vez la vista del tebeo, con un leve destello de interés en su mirada. Sus ojos encuentran los míos; y yo, sin dejar de sonreír, de contestar a la batería de preguntas a que me están sometiendo los chicos, comprendo de pronto que hoy estoy allí por ella. Que mis palabras van a tejer una historia para muchos oídos, y sin embargo tomada del mundo de los sueños tan sólo para una persona.
Y cómo demonios lo voy a hacer, me digo abrumado. Cómo voy a conseguir no defraudar esa mirada.

Han pasado los minutos. En el silencio roto de cuando en cuando por el sonido lejano del ascensor, voy desplegando mi historia. El relato elegido para hacer volar, hoy, la imaginación de estos niños ávidos de una vida normal. Me muevo, gesticulando al son del cuento, manejando los hilos invisibles de la atención de cada uno de los presentes, no sé si con mucho o con poco éxito. Pero centrándome, sin apenas pretenderlo, en Elena al llegar a cada nudo importante de la narración.
—… entonces el magnífico ejemplar blanco, rey de reyes entre los ciervos, reapareció delante del malherido caballero. Quería indicarle el camino, la senda oculta perdida durante cientos de años…
Elena no me quita los ojos de encima, atenta a cada una de mis palabras. Me escucha con una intensidad casi física que me atrapa y me obliga a olvidarme a ratos de los demás. A hablarle únicamente a ella.

Han vuelto a pasar los minutos. El cuento acabó hace ya un rato. Y las marionetas. Los niños más mayores juegan a la Play y los peques corretean por todos lados. Menos Elena. Ella está sentada junto a mí, contándome su propio cuento —el que leía tan concentrada, deduzco—. Y es buena. Sabe dotarlo de emoción, y fijarse en las partes más importantes; aunque lo hace con timidez. También me pregunta sobre mi propio relato. El que les acabo de narrar. Entonces, no sé muy bien cómo, me veo hablándole de un libro. De “El Libro”, en realidad. El que marcó mi infancia tardía, y gran parte de la adolescencia. Y, perdido ya sin remedio en esos profundos ojos oscuros llenos de auténtica vida, me lanzo a contarle el mayor de mis secretos. Algo que apenas nadie sabe. Y de cómo ese libro me ayudó a soñar, a recuperar la sonrisa en los momentos más delicados.

Salgo a la calle. Tiritando. Pero no por culpa de las bajas temperaturas. No. Por un frío que sale de lo más hondo, del interior. Me miro la palma de la mano, donde aún conservo el calor de la suya, diminuta, sujetando la mía camino del ascensor. Y veo la imagen de su madre, observándonos con el alma encogida desde la puerta, allá en el salón de juegos.
Me abrocho la chaqueta. Me subo el cuello, y echo a andar, maldiciendo con todo mi corazón, como nunca antes, a la perra muerte y a los Dioses, mientras me juro que Elena conocerá el desenlace del libro. De la historia. Que lo leerá por sí misma, todavía capaz.
Y que si no lo haré yo, aunque tenga que venir todas la tardes, un día tras otro, hasta que el maldito Destino se dé por vencido, y decida no sellarle sus negras puertas al final.


jueves, 29 de marzo de 2012

LOS QUE NO SALEN EN LA FOTO (A. Pérez-Reverte)


También están ellos. Y ellas, como diría algún ministro imbécil. Los que no fueron a buscar nuevos campos de batalla para sus empresas. La pobre y maltrecha infantería que no es fiel sino a sí misma; y eso sólo cuando puede. Los mercenarios en busca de un amo que les dé de comer, sea quien sea: cualquiera que asegure dos mil euros al mes y un futuro a corto o medio plazo. Los que no se van con ademán heroico sino por la puerta pequeña, discretamente, dejando atrás a padres, madres y novios que los echan de menos. Alejándose para mucho tiempo de la gente querida, a la que, muy de vez en cuando, visitan en vacaciones cada vez más cortas, sabiendo que no podrán estar con ellos cuando vayan al hospital, o mueran; y a los que, si alguien avisa con tiempo, quizá lleguen a acompañar en su entierro. Aunque también puede ocurrir que haya suerte, y los padres, o el perro que acompañó su vida durante diez o doce años, esperen a morirse cuando están en casa, de vacaciones. 

Se llaman María, Noemí, Héctor, Manolo. Tienen cerca de cuarenta años, se fueron de España hace tres o cuatro, y no salen en los dominicales de los diarios: en esos patéticos reportajes dedicados a convencernos de lo orgullosos que debemos sentirnos de que el mundo esté salpicado de jóvenes españoles que se buscan la vida fuera. A su edad no son tan fotogénicos. No lucen posando con bata de laboratorio en Oslo, con gorro de cocinero en Berlín, con camiseta de baloncesto en Nueva York. Ni siquiera valen para la foto en EPS o XLSemanal de camarero guapo y veinteañero que friega platos, sólo de momento, en un local de moda de Londres o Nueva York; entre otras cosas porque ni son veinteañeros ni guapos, y cuando friegan platos o sirven mesas, a su edad, puede ser para toda la vida. Son seres vencidos sin segunda oportunidad, que saben lo seguirán siendo, sin remisión. Sin otro anhelo que no ir a peor. No ir a menos. 

Por ahí afuera andan, a miles. Su generación ni siquiera es la de los aeropuertos, el ordenador portátil y el hotel barato, a la caza de mercados aunque sean modestos. La suya es la del billete de ida, de las hipotecas imposibles de pagar. La generación engañada por el espejismo y la irresponsabilidad de quienes pudieron hacer un país culto, trabajador y decente, y no lo hicieron. De quienes, respaldados en las urnas por ilusiones y sueños de futuro, tenían la obligación de encauzar esto y no supieron, o les importó una mierda; y ahora siguen ahí, impasibles, cobrando el sueldo del partido, trincando los favores hechos a compadres. Sin que nadie les diga fue por tu culpa, cabrón. Sin que nadie, al cruzárselos cuando salen del restaurante de lujo o de dar conferencias, con esa cara de cerdos que les han puesto los años, la pasta, el estatus y el coche con chófer que nunca perdieron, les parta la cara.

Sus víctimas se fueron, eso es todo. Sin hacer ruido, como digo. Fueron cuarenta en clase del instituto y doscientos en el aula de la facultad, y todo para conseguir un título universitario que a nadie importa un carajo. Que nadie les dijo que no sacaran. Los sentenciaron a la cola del paro y les preguntaron mil veces, cuando eran mujeres, si estaban embarazadas o tenían hijos, en grotescos simulacros de entrevistas de trabajo. Por su edad les habría correspondido agachar la cabeza, aceptar mil euros al mes, cerrar la boca, poner el culo -o el coño- y desangrarse con la hipoteca del piso y las letras del coche, como todo cristo. Tragar y sobrevivir once meses soñando con el duodécimo de vacaciones baratas en Cancún. Se trataba de eso, o de tener el coraje, la desesperación, de organizarse con sus iguales para incendiar esta España de mierda. Para conseguir, al menos, que los culpables tuviesen miedo o lo pagasen caro. Pero eso resulta más fácil escribirlo que hacerlo; así que optaron por lo razonable: largarse de aquí. Alejarse, sacudiendo de los zapatos el polvo de este paraje ingrato, envidioso y miserable, históricamente enfermo. De esta ruin madrastra y sus turbios, desvergonzados, impunes secuaces. Por eso están fuera, y no volverán si pueden evitarlo. Hicieron lo más difícil, que fue saltar al vacío, echarse el macuto al hombro, internarse en territorio hostil, desconocido. Se buscaron la vida lo mejor que supieron, y así sobreviven, comen caliente, rehacen como pueden sus maltrechas vidas. Ni siquiera pretenden ya reconciliarse con esta triste España que los echó a patadas. Si van a morirse lejos, tan solos como viven, por ellos puede pudrirse esta mala perra.